Sobre la relación entre el creador de una obra y su usuario final.
15 de mayo de 2013

[Jaume Prat] La relación del hombre con la música cambiará de paradigma durante el periodo de 19 años comprendido entre 1878, año en que Thomas Alba Edison patenta el fonógrafo, y 1897, año en que Guillermo Marconi patenta la radio. Previamente (un poco antes de 1870) se ha conseguido un método fiable de grabación. Pocos años más tarde, cualquier espacio de relación o cualquier vivienda, independientemente del nivel económico del habitante, podrá tener un aparato de reproducción de música barato y de calidad. El oyente podrá escuchar solo, por primera vez, la música que desee al volumen que desee tantas veces como crea necesario. Creando, además, una nueva relación con el instrumento musical, al que se le pueden sacar más matices sin que su intensidad de volumen natural le deje en desventaja con otros instrumentos que suenen más fuerte, gracias a la intervención de los ingenieros de sonido y, más tarde, de las mesas de mezcla. Se podrán grabar tantas versiones de una pieza como se considere oportuno: con diferentes orquestas, con diferentes solistas, con diferentes directores. En diversos años. Las técnicas de grabación irán bajando de precio, difuminando las fronteras entre la música popular y la culta. La frecuencia de la escucha de música reducirá la duración de los programas de los conciertos: cuando, en 1824, Ludwig Van Beethoven estrena su Novena Sinfonía, el programa del acto incluye una misa entera y varias piezas más; muchas horas de música al servicio de unos oyentes que no tendrán otra oportunidad de escucharla hasta el siguiente concierto. Sólo con un enorme esfuerzo de voluntad podemos imaginar qué significaba este tipo de relación con la música.

Y más: el compositor podrá, por fin, fijar su obra de un modo completamente nuevo, sin intermediación. De su mano, o de la mano del intérprete que elija, al soporte de grabación, y de ahí al oyente. Las partituras, único método de fijación del sonido antes de la grabación para perpetuar piezas complejas, rebelaban constantemente sus imperfecciones: Johann Sebastian Bach (y otros músicos barrocos) solían improvisar las ornamentaciones de sus piezas, ornamentaciones que ahora han quedado fijadas en un estadio ficticio para el compositor al estar escritas en una partitura invariable. Frederic Chopin enviaba una versión diferente de sus piezas para piano a cada editorial que quería publicarlas, y a cada sucursal de cada país de la misma editorial: la versión actual de sus Nocturnos contiene un rosario de notas a pie de página explicando las diferencias entre versiones, con, bastante a menudo, dos versiones diferentes de la misma pieza escritas correlativamente cuando éstas son demasiado diversas para ser explicadas mediante estas notas a pie de página. Wolfgang Amadeus Mozart las escribía personalizadas: sus Conciertos Para Trompa, por ejemplo, no son exactamente conciertos para trompa, sino conciertos para su amigo Joseph Leutgeb, extraordinario intérprete a quien el compositor gustaba poner en apuros, retándolo directamente al escribir en la propia partitura frases del tipo “te vas a equivocar” o “este pasaje esta aquí porque tocas como un cerdo”. Y un larguísimo etcétera. Una versión moderna de este conflicto es la transcripción que Keith Jarrett hizo de sus Conciertos de Colonia por encargo de una editorial. Jarrett había improvisado, solo al piano, dichos conciertos a partir de unas líneas melódicas muy simples que ni tan sólo había llegado a escribir. En medio del concierto perdió el ritmo y empezó a improvisar a contratiempo. En algún momento llegó a meterse literalmente dentro del piano para, prescindiendo del teclado, pulsar directamente las cuerdas. Jarrett, a veces, canta en voz alta lo que toca, doblando la melodía de un modo claramente audible. La partitura recompone totalmente estos conciertos en una invitación al intérprete a que encuentre su término medio entre la grabación y dicha partitura, que, por detallada que sea, no es capaz ni de aproximarse a las complejidades de una interpretación-composición que, además, está grabada. 

El arquitecto presenta una relación radicalmente diferente con sus creaciones. Pocas veces (vienen fácilmente a la memoria excepciones como Frank Lloyd Wright y su Casa de la Cascada, las casas que construían Rudolph Schindler o John Lautner, o Jörn Utzon en Mallorca) el arquitecto construye sus edificios con sus manos. O partes de ellos, requiriendo intérpretes (artesanos o industriales) que construyen con o sin la ayuda de unos planos que se podrían equiparar fácilmente a partituras musicales. Las direcciones de obra, o las conversaciones con los diversos ejecutores, marcan el carácter del edificio. En el caso de un artesano la relación del arquitecto con la mano es casi inmediata. En el de un industrial se negocia a muchas manos (directores, técnicos, comerciales) a partir de operaciones a realizar en fábrica, con la intervención muy directa de recursos como la repetición y la estandarización. El arquitecto, si no quiere quedar convertido en un decorador interiorista o exteriorista, deberá superar esta relación con la obra creando sistemas complejos, vivos, que puedan crecer o variar a ritmo de unas pocas reuniones más de despacho que de obra en las que se discutirán decisiones estratégicas más que detalles contingentes in situ. 

Un buen ejemplo para explicar la relación de un arquitecto con una obra a trav
és de los planos es el del Pabellón de Barcelona de Mies van der Rohe y Lily Reich. Éste se inaugura en 1929, construido tras una dirección de obra muy intensa en que el arquitecto negocia consigo mismo qué va a poder construir de un hipotético edificio ideal cuya realización se sabe imposible hasta la producción de un resultado consistente, un equilibrio entre recursos disponibles, rapidez de ejecución y un programa efímero. El resultado final es una escenografía arquitectónica más que un edificio, empleando trucos visuales para disimular que jamás se dispuso de travertino suficiente para realizar todas las paredes, tales como macetas con plantas tupidas que trasdosan subestructuras de soporte de piedra que han quedado a la vista por detrás (Mies van der Rohe decide, en un momento del proyecto, que el edificio tendrá un delante y un detrás), lucernarios tapados allí donde el efecto previsto no coincidía con la realidad o un zócalo realizado con tecnología y mano de obra local que se opone frontalmente a (que niega) los sistemas constructivos que el propio arquitecto jura que ha empleado. El Pabellón durará lo que la exposición y se desmantelará, reciclándose posteriormente elemento a elemento: las piedras acabarán pavimentando diversos edificios públicos en Alemania, las estructuras metálicas se venderán a peso. El solar quedará desocupado tras el derribo, rodeado de edificios historicistas (a menudo más modernos que el propio Pabellón desde el punto de vista de la construcción), que se irán reusando lentamente con mayor o menor fortuna, hasta que, en los años ochenta, el Pabellón se reconstruirá como piedra fundacional del paso de los starchitects viajeros por la ciudad y su relación con socios locales, con intensidades de relación que varían desde el mero oportunismo (o la intermediación pura para el cobro de una o varias comisiones) a la coautoría. 

En el caso del Pabellón, muerto Mies van der Rohe, el edificio queda en manos de un equipo formado por los arquitectos Ignasi de Solà-Morales, Cristian Cirici y Fernando Ramos. Del pabellón original quedan un puñado de planos, unas cuantas fotografías y, al empezar a excavar los cimientos, el arranque de una de las columnas cromadas, no sé cuál de ellas. Los arquitectos deberán de interpretar la información exactamente del mismo modo en que un director interpreta una partitura. En este caso, con una cierta constancia (o un eco) del edificio original en forma de fotografías de época. Que, rápidamente, se despreciarán en virtud de las primeras decisiones tomadas por los intérpretes. La principal de ellas es prescindir completamente del objeto construido a favor de lo que ellos consideraban la idea que Mies van der Rohe tenía del edificio, ignoro si habiéndoselo preguntado previamente o no. El Pabellón, de repente, dejará de tener un delante y un detrás (descartando la decisión del propio Mies) para pasar a ser un edificio circuitable. El carácter escenográfico, sin embargo, se mantendrá en los detalles: complicado saber si las paredes se soportan con los anclajes metálicos diseñados a priori o mediante otros recursos. El zócalo (lo que no se ve) se reconstruye mecánicamente, acríticamente, empleando un forjado unidireccional de vigueta o semivigueta resistente de hormigón con casetones cerámicos que conforman un cielo raso plano sin enfoscar: el original, vigueta metálica y bovedillas manuales de rasilla. Lo que nos habla de unos avances tecnológicos realizados en el mundo de la construcción desde los últimos treinta a los últimos ochenta que se han descartado completamente. Y, de nuevo, acríticamente. Los soportes de los pilares cruciformes serán de hormigón, según tuve oportunidad de comprobar en diversas visitas que he realizado al interior del Pabellón (una de las cuales retrato en este artículo previo): el hallazgo de una de las bases de columna metálica implica, a parte de una relación fetichista con el original descartado, o que dichos pilares atravesaban el forjado del suelo o que el sótano terminaba en algún momento a medio pabellón. La cubierta se ha debido de impermeabilizar. La estatua de Georg Kolbe (posteriornente escultor orgánico del nazismo) puede, por tanto, ser original o no, en este juego de equívocos: la interpretación realizada de la partitura original (los planos) se limitará a la comprobación de las relaciones visuales que, a grandes rasgos, proponen una lectura superficial de dichos planos originales. Que no de las fotos, recordemos: de la escenografía arquitecturizada que Mies van der Rohe y Lily Reich construyen en 1929 se ha pasado a una maqueta a prueba de agua que ha perdido, además, el nombre de su coautora por el camino. Una interpretación que, de trasladarse a algún lejano equivalente musical (alguna extraña asociación de ideas me lleva a recordar el nombre de Luís Cobos), motivaría el abandono de la sala por la mayor parte del público antes, incluso, de la pausa del entreacto.  

País: España
Ciudad: Barcelona
Agentes: Mies van der Rohe
Agentes: Lily Reich
Edificios: Pabellón de Barcelona
Autoría de la imagen: Flickr