17 de noviembre de 2008

escrito para su publicación en SCALAE*

La enseñanza de la Arquitectura, a diferencia de otras titulaciones universitarias, se enclava en una Escuela, palabra que etimológicamente viene del término latino schola, que significa ocio. Y es que el ocio, es uno de los fundamentos de la cultura occidental. Afirmación comprensible desde la disyuntiva ocio-negocio, y desde un planteamiento que entiende como ocio el trabajo intelectual. El ocio entendido como una forma de ese callar que es un presupuesto para la percepción de la realidad y la inmersión intuitiva y contemplativa. (1)

Desde este planteamiento, la Escuela asume el reto de ser un lugar donde se aprende primeramente a mirar, a ver y entender, a pensar, y en un siguiente paso a integrar todos los saberes en un acto creativo al que llamamos proyectar.

Lo cierto es que cuando el alumno proyecta, cuando cada uno de nosotros proyectamos, se produce una doble acción, por una parte el resultado evaluable y externo, lo que se entrega después de noches en vela y mil problemas informáticos; por otra, en la que reside el verdadero valor del proyecto, el ir sedimentando los pensamientos, es decir, formar parte del proceso de maduración del alumno. Todas las horas que aparentemente no han servido, las ideas descartadas, los ensayos de prueba y error,(2) las crisis en el proyecto después de una corrección van construyendo al futuro arquitecto.

Aunque algunos den culto a la genialidad o piensen que la arquitectura es un ejercicio de inspiración es fácil constatar que la ignorancia no genera creatividad (por lo menos a los arquitectos). La originalidad a toda costa o como fin en sí misma no es garantía de creatividad, ni de calidad arquitectónica.

Para el desarrollo de un proyecto de arquitectura es preciso conocer un conjunto de conceptos básicos, y adquirir, mediante el perfeccionamiento, un dominio progresivo de los mismos. Un mayor conocimiento, un mayor rigor, conlleva una mayor libertad en la toma de decisiones, en la medida en que somos más capaces de predecir y control-ar los resultados.

Desde la concepción de la idea, el desarrollo del proyecto conlleva, como si se tratara de un código genético, los distintos aspectos del mismo. La estructura, los materiales, las instalaciones… se van desarrollando y concretando de forma natural, a lo largo del proceso. La radicalidad del proyecto consiste en la integración de las partes que dan respuesta al problema asumiendo la complejidad del hecho arquitectónico. Cuando esto falla, a veces con demasiada frecuencia, encontramos proyectos que son como elefantes con esqueleto de gallina, o al revés, o simplemente sin esqueleto, como babosas gigantes. La forma es formalismo que no responde al orden interno de la propia arquitectura.

Cada proyecto nos cambia. Cada proyecto es un tramo del camino que hemos recorrido y nos lleva a otro sitio distinto del que partimos. Un camino distinto para cada alumno y en el que durante un tramo somos sus compañeros de viaje, y en cierto modo, marcamos el paso. Aprehendemos muchas cosas, más en la medida que arriesguemos, en la medida que nos impliquemos en buscar soluciones no convencionales.

Me parece muy acertada la comparación de José Antonio Sosa de la enseñanza del proyecto con una partida de ajedrez en la que cada proyecto es un movimiento, una jugada más de una partida ya comenzada y que nunca acaba. (3) Cada nueva jugada determina efectos futuros sobre el resto, sobre lo que vendrá, por la participación de la memoria reflexiva y sensible del alumno que conduce el juego.

No sé si estoy de acuerdo con Rem Koolhaas cuando afirma que la arquitectura es una profesión peligrosa (4). Quizás lo sea porque nos movemos siempre en terreno desconocido. Nunca nadamos dos veces en las mismas aguas y nuestro trabajo consiste en abrir esos pequeños agujeritos al universo para avanzar en la exploración de nuevas posibilidades. Siempre se puede ir más allá y no decir nunca basta, nunca rendir las armas, nunca conformarnos con los caminos ya trillados, con las seguridades conocidas. Siempre en la batalla de conquistar la difícil facilidad de la maestría, de esa perfección que nunca se alcanza.

Quizá esta apuesta por la arquitectura sea una actitud peligrosa, sin duda lo es y a veces se salda con cicatrices, pero lleva implícita la ilusión del que construye los sueños, la alegría del explorador que descubre nuevos territorios. Cada proyecto, es la ilusión de avanzar un poco más, de profundizar en algo intenso y apasionante.

Elisa Valero Ramos, arquitecto.

Profesora titular de proyectos. ETSA Granada

(*) texto recibido en verano de 2004.

(1) PIEPER Joseph, El ocio y la vida intelectual, Rialp, Madrid, 1974, pág 45.

(2) GREGOTTI, V. El territorio de la arquitectura, 1966, Gustavo Gili, Barcelona, 1972, pág.9. Continuamente se corrige y se hacen pruebas, se amontonan numerosos problemas que esperan solución, se anotan en el margen del papel posibles soluciones junto a números de teléfono que no hay que olvidar. Luego, incluso si los borramos, las huellas sobre el papel nos recuerdan lo que ha sido investigado y negado; intentos y errores dan sentido pleno a la solución final.

(3) SOSA DÍAZ-SAAVEDRA, José Antonio, Proyecto docente Las Palmas 2001, pág23.

(4) KOOLHAAS, Rem, Conversations with students, Princenton Architectural Press, Houston (Texas)/ N. York, 1996.

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