palabras de Alvaro Siza explicando momentos intensos de su experiencia vital y de aprendizaje vividos en Granada, con ocasión de su discurso de investidura como doctor honoris causa de la Universidad de Granada
2 de junio de 2014

[con la autorización de su autor para scalae]

Sigue la transcripción traducida de las palabras del discurso de Álvaro Siza Vieira con motivo de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad de Granada, el 23 de mayo de 2014, en el Crucero del Hospital Real de Granada. 

Señor Rector Magnífico de la Universidad de Granada. Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades y miembros del equipo de gobierno de la Universidad de Granada. Claustro de profesoras y profesores. Estimadas y estimados colegas que nos acompanãn hoy, de Granada y de otras Universidades. Queridas y queridos colegas. Señoras y señores.

Agradezco al Rector de la Universidad de Granada y al Claustro de Profesores, mi nominación como Doctor Honoris Causa, y a todos los que intervinieron en esta nominación, con especial mención al Profesor Emilio Herrera Cardenete, Director de la Escuela de Arquitectura, de quien partió esta iniciativa que fue acogida como suya y continuada por el Rector Magnífico Francisco González Lodeiro

Mi gratitud a Juan Domingo, amigo y compañero de trabajo, con quien he compartido los mejores momentos en Granada. 

Nunca fui a Granada, dijo mi padre. 

Y fuimos, en tren y con toda la familia, pasando por pueblos, ciudades, campos cultivados. 

Hablo de inicio de los años 50. España salía de un periodo dramático. Era pobre. Pero en las calles había gente extrovertida: aquella cultura del paseo y la convivencia, bien diferente del Portugal de entonces. 

Durante algunos años pasamos las vacaciones de agosto en España, cada año en una región diferente. Así lo decidió mi padre, por fascinación y por algo muy concreto: un escudo valía dos pesetas. 

El año dedicado a Andalucía el viaje lo realizamos en autobús y en lentísimos trenes. La primera parada que recuerdo fue en Sevilla, con visita a barrios populares, corralas, monumentos… ¡y flamenco!. 

No había turistas, ni autopistas, ni aire acondicionado. Pero había jardines y sombras y el patio de un antiguo hotel para recomponerse del calor sofocante. Y la Torre del Oro y los Reales Alcázares, la Real Fábrica de Tabacos, la enorme Catedral y la Giralda, el Patio de los Naranjos y muchas terrazas.  

Algunos días después partimos para Granada. 

Nos alojamos junto a la Alhambra, deslumbrados durante todo el tiempo con los jardines, los patios, las fuentes, los austeros muros, de color caliente, la ornamentación de los interiores. Lo que ya entonces más me impresionó fue la controlada luz de los palacios: del sol a la penumbra.  

Comencé a aprender.  

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La segunda visita a Granada, ya como arquitecto y con trabajo realizado, sucedió en 1976. 

Fui invitado por la Universidad de Sevilla para una presentación del proyecto SAAL (programas estatales de intervención de barrios degradados: Servicios de Apoyo Descentralizado Local)

Al entrar en el auditorio fui sorprendido por una sala repleta y entusiasmada. 

Los aplausos, más que dirigidos a mí, reflejaban el deseo urgente de cambio, teniendo en cuenta lo que recientemente había acontecido en Portugal: el 25 de Abril. 

Se acercó a mí una estudiante y me ofreció dos claveles rojos. Me puse uno en la solapa y lancé el otro al público, con palabras emocionadas y algo imprudentes. 

Cuando volvió el silencio expliqué lo acontecido en Portugal, sobre todo en lo que a la arquitectura se refiere: algo que motivaba, más allá del lenguaje y la técnica… la inmersión en una realidad compartida, que implica raíces, emoción y esperanza.

La palabra participación no tenía aún la connotación negativa que hoy en algunas ocasiones se le asocia. En la Europa de los años 70 formaba parte del contenido de cualquier revista de arquitectura, como tema claramente prioritario, relacionado con un debate político atento a las personas, más que a los números, a los derechos y a la justicia más que a la fortaleza o debilidad de la moneda, o de la deuda soberana. 

Conocí entonces a muchos de los que hoy son mis amigos.    

En los días siguientes me acompañaron en la visita a la ciudad, prolongando un diálogo sobre la arquitectura que no se limitaba a Sevilla.  

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Aprovechando la proximidad, realicé entonces una visita a Granada. 

Expliqué a los amigos que se disponían a acompañarme que sentía la necesidad de sumergirme -sin compañía, solo- en la experiencia de la Alhambra.

Creo que lo comprendieron. 

Me hospedé en el hotel Washington Irving, el hotel escogido en 1953 por los autores del Manifiesto de la Alhambra, algo que supe después. En la mesa de cabecera encontré el libro escrito por Irving durante su larga estancia en Granada. Fui leyendo, hasta la conmovedora descripción de la despedida en el Mirador de San Nicolás.  

En mi corta estancia todo condujo a una encantada nostalgia y, por qué no decirlo, a una romántica contemplación. 

Pero la Alhambra encierra incontables lecciones intemporales y universales, y yo era sin duda diferente del estudiante de la visita anterior, más interesado en los museos que en la arquitectura. En más de
40 años el deseo y la capacidad de ver y de comprender, me ha permitido interiorizar, hasta el subconsciente, lo que es conveniente, en un intenso apredizaje. 

Algunas lecciones de la Alhambra emergen en cada trabajo posterior, por imperfecta que sea su realización concreta.   

En el paseo exterior a los espacios del Palacio de los Arrayanes atravesé jardines, la sólida muralla y los patios donde el sol brilla y la sombra de los muros y de los pórticos protege. Seguí la secuencia de las salas donde la luz se hace gradualmente menos intensa, hasta casi la penumbra. Observé cómo este complejo sistema se multiplica por la existencia de varios patios y por la adecuación al uso. 

La Alhambra constituye una lección fundamental sobre la luz, el fluir de los espacios, la relación interior-exterior, el agua que riega y calma, condicionada y condicionante de la topografía.  

Otra lección singular discurre en la relación entre el Palacio de Carlos V y los Palacios Nazaríes, demostración de que la continuidad del lenguaje o de la escala no es necesariamente lo que construye la armonía. Prevalece la relación proporcionada entre destino y expresión, el carácter emergente o contextual: lo que está más allá del capricho arquitectónico. Hoy no es posible imaginar la Alhambra sin la presencia del Palacio de Carlos V y de su frágil pero eficaz comunicación con el Palacio de Arrayanes, señal de otra transición: la política. 

La belleza de la ciudad depende sobre todo del balance entre autonomía y pertenencia. Una oscilante relación, nunca definitiva. 

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Me explicó un sabio amigo que los complejos ornatos de los muros y de los techos de los Palacios Nazaríes están en parte hechos de palabras, poemas en celebración del amor y de la belleza. Comprendí que la sensación de encantamiento que despiertan procede de una pública y emocionada comunicación, traspasando, por mágica transfusión, mi propia ignorancia de lo que es comunicado.   

Después de otras visitas, una de ellas con Sáenz de Oiza y Emilio de Santiago, fui invitado a proyectar un edificio en una de las plazas principales de la ciudad de Granada, primera oportunidad de asociar el trabajo con Juan Domingo Santos. Nos reencontramos más tarde para el concurso de Puerta Nueva de la Alhambra. En la primera visita como concursante tuve el privilegio de conocer a María del Mar Villafranca y visitar una magnífica exposición de Matisse en la Alhambra, que revela un súbito encantamiento, influyente en su trayectoria de artista.  

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En la construcción del Zaida no todo fue bien, creo que por razones ajenas al proyecto y a los arquitectos. Sin embargo fue una experiencia inolvidable. 

Tuve el privilegio, en algunas de las visitas durante el estudio y asistencia a la construcción, de ser alojado en la Fundación Rodríguez-Acosta. 

Me despertaba por la mañana con el sol y el canto de los pájaros, Granada a los pies. Al final del día, desde el lugar donde se construía el Zaida, miraba la colina y los cipreses que casi ocultan el volumen blanco de la Fundación… la Sierra Nevada al fondo. Mientras dibujaba, podía imaginarme no el mío, sino el encantamiento de García Lorca, sentado en la terraza de la nueva construcción.  

El encantamiento que brota de su poesía.   

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Ha sido mi intención exponer algo de lo mucho que debo, en mi formación, a la ciudad de Granada. 

Debo ahora a su Universidad esta distinción, que tanto me honra. 

Con mi profundo agradecimiento. 

Álvaro Siza Vieira

Agentes: Alvaro Siza Vieira
Agentes: Juan Domingo Santos
Autoría de la imagen: Antonio Cayuelas